LAS LEYES DE LA EXPRESIÓN

 

Lo que está en juego a principios del siglo XXI, toda vez que la crisis de los grandes relatos sobre los que se edificó la modernidad parece haberse solidificado, o haber cristalizado en un (des)equilibrio entre nuevas formas de homogenización y nuevas reinterpretaciones de la ley natural, es la capacidad de la civilización para absorber y utilizar aquello que siempre –y especialmente desde el triunfo del mecanicismo (y de la mecánica en general)- ha sido despreciado y desechado porque es, por definición, imposible de gestionar, de asumir, de sistematizar. Si el arte del siglo XX alumbró tempranamente fascinantes intentos de utilización productiva de la irracionalidad y el azar –el surrealismo y el automatismo de los años 30, por supuesto, mas también el informalismo de los cincuenta, el expresionismo abstracto de los sesenta, el happening de los setenta y sus actuales derivados neovanguardistas…-, la imagen del ruido blanco que propone Javier Liébana, íntimamente relacionada con la esencia de su proceso creativo, se nos aparece como una adecuación de los presupuestos sobre los que descansa la abstracción lírica a las nuevas posibilidades que le abren la ciencia y el pensamiento a la búsqueda de lo que él ha llamado, acertadamente, “la perfección de la imperfección”.

En la obra de Liébana el ruido blanco como residuo cósmico del primer instante de caos –y consecuentemente, como interferencia eterna-, como fórmula matemática del azar y como factor de generación de entropía –la cual tiene, por lo demás, aplicaciones prácticas debido a sus efectos desorientadores, hipnóticos y narcotizantes-, es en cierto modo un sometimiento sistemático de la propia materia al coeficiente de artisticidad duchampiano: es ligar esa diferencia entre lo que el artista se propone realizar y el resultado final a una serie de procesos químicos imprevisibles, a esa azarosidad indetectable o despreciable que se inscribe en las propias leyes que rigen la materia. Es también un modo de certificar, con Collingwood, que “la expresión es una actividad para la cual no puede haber técnica” en la medida en que, lo que hace que una cosa sea arte y no artesanía es, precisamente, esa distancia entre lo planeado y lo ejecutado, esa indeterminación que empieza allí donde la técnica deja paso a la expresión pura.

En Ruido Blanco, la más madura y sorprendente exposición de Javier Liébana –quien por lo demás siempre logró intrigar tanto al que esto escribe como al numeroso público que alabó su obra en los dos site specifics que tuve la suerte de proponerle hace unos años-, esa expresividad –azarosa- depende, en primer término, de la fuerza –en sentido literal- ejercida sobre los materiales. El trabajo de Liébana es, en muchos sentidos, escultórico –de sus trabajos debe decirse, como de los de Rojas, o de Farreras, o de Lucio Muñoz, que cuando menos son relieves- y, en la medida en que el artista pretende hacer evidentes en la obra final la totalidad de las fases de un proceso enormemente complejo, su expresividad depende de las relaciones, no solo entre unos materiales y otros, sino entre moldes y contramoldes, estructuras subyacentes y superficies, construcción y destrucción, añadidos y restas, dilataciones y contracciones, licuaciones y solidificaciones…. Cada uno de estos elementos y fenómenos deja una huella visible sobre la superficie final, determina el tamaño de manchas y cuarteados, la situación de perforaciones y masas, genera colores, formas, texturas, argumentos, historias al fin, historias aleatorias, imprevistas, misteriosas y reveladoras.

El segundo de los ejes expresivos de la obra última de Liébana es una sistematización del estudio de las –muy imprevisibles- relaciones entre superficie e interior a la que el artista se ha referido, apelando nuevamente a la metodología científica, como sigue: "Descubrí la ciencia de las superficies, que describe perfectamente en qué consiste mi trabajo. Dice que la materia no se comporta igual en la superficie que en el interior cuando se produce un cambio de fase. Una molécula en el interior está rodeada de otras moléculas en todas las direcciones del espacio  que equilibran la fuerza que se ejerce sobre ella. En la superficie no se dan esas condiciones. Se genera una tensión superficial que hace que la materia tenga un comportamiento diferente, que es el que vemos. Pero en el interior se desarrolla un universo desconocido. (…) Yo estoy investigando eso. Es una de las cosas que más me interesan. Investigo lo que sucede debajo de la superficie, en el interior,  y descubro un aspecto de la materia que no se ha visto hasta ahora. Se ha utilizado de forma aditiva y sustractiva pero no se ha estudiado la naturaleza intrínseca de la materia en el arte, como la podría estudiar un químico pero con los ojos de un pintor”.

Evidentemente, no es posible conocer lo que sucede en el interior de la pintura si no es haciendo una cata. En la práctica, esto significa que cuanto percibimos en el cuadro, y muy especialmente las misteriosas oquedades que lo jalonan, las perforaciones y las tallas, o los rayados, arañazos y raspaduras, no solo no es arbitrario –nunca nada lo es si expresa algo- ni depende totalmente de decisiones relacionadas con la sensibilidad del artista, sino que es consecuencia de la destrucción de la propia pintura –de lo pintado, de la imagen pintada misma- o, más precisamente, de su deconstrucción y de todos aquellos daños –heridas, incisiones, extracciones, oxidaciones, corrosiones…- que ésta sufre durante su análisis.   

Tanto la excavación como el análisis químico son atributos de la minería –y hay varios cuadros en esta exposición con una textura inequívocamente mineral-, pero también de la arqueología. Javier Liébana –y tanto su biblioteca, compuesta por libros de viajes y por obras clásicas, como sus periódicos viajes a Grecia así lo atestiguan- ha señalado que, más allá de influencias contemporáneas –Tàpies, Vento, Chillida…, y también los informalistas franceses y los expresionistas abstractos norteamericanos-, su arte nace del encuentro con los vestigios del arte griego, es decir, de la imagen extraordinariamente rica en sugerencias de la ruina. Si la expresividad de estos cuadros y su argumento dependen, respectivamente, de los avatares de su construcción y de los accidentes sufridos durante su exploración, el signo, que es la génesis de todas las obras de esta exposición y está presente aun en las pinturas más tempranas del artista, representa a la vez lo universal y lo perdido. Las palabras indescifrables de Javier Liébana están compuestas por elementos caligráficos desordenados y recompuestos que, al igual que el ruido blanco, están sometidos a ciertos desarrollos fractales que le confieren una misteriosa unidad a toda la superficie de la obra y que, en definitiva, permiten que cada una de las piezas sea perfectamente única y llamativamente distinta de las demás (Javier Liébana, por otra parte, se ha mostrado muy crítico con las actuales derivaciones del concepto de autoría). Esa es la razón por la que “cada signo solo cobra sentido cuando está inscrito en una obra concreta”, en un paisaje determinado, en un contexto que no existe por sí mismo sino que siempre es consecuencia, precisamente, de la aparición de un signo y de su desarrollo, primero sobre el plano y luego en el espacio.

La historia de estos cuadros es, entonces, la de aquello que se interpone entre la claridad de un mensaje originario y la oscuridad en la que se mueven el hombre y la cultura. Y si en realidad, en la pintura de Javier Liébana el signo, el interrogante, el origen y el destino, son el ruido blanco, es ese velo que el tiempo teje sobre el signo arcano, hecho de procesos naturales y de actividades humanas, el que nos permite descifrarlo de la única manera posible: mirando, escuchando, dejándonos hechizar por su apariencia enigmática, por sus inexplicables avatares y, evidentemente, por la belleza misma de la intención.

 

Javier Rubio Nomblot